sábado, 22 de marzo de 2008

LOS CUATRO HERMANOS.

Tomás Morales Cañedo

Eran cuatro hermanos, cuatro de una tacada. Cuatrillizos. Pero lo que son las circunstancias. La prematura muerte de sus padres en un accidente de circulación los diseminó por los cuatro puntos cardinales. Lenguas distintas. Culturas distintas. Costumbres y morales distintas. Regímenes políticos distintos…..

Lo genotípico quedó diluido en lo fenotípico.

El ambiente le ganó la partida a la herencia.

Y pasaron los años. Los cuatro volvieron al pueblo a disfrutar de la merecida jubilación. Los cuatro se instalaron en la vieja casa de los difuntos padres. Casa destartalada pero que fue debidamente rehabilitada. Gastos a partes iguales. Todos de acuerdo. El problema llegó cuando hubo que pintar la fachada.

El que había servido durante tiempo a Franco y al franquismo posterior, él, que había militado durante tanto tiempo en la falange y había sido un entusiasta del Espíritu y del Movimiento Nacional, propuso pintarla de color azul. A lo cual se opusieron, con todas sus fuerzas, los otros tres. No querían que su casa fuera vista como símbolo del fascismo.

El que, hacía tantos años, había embarcado en Cartagena camino de Rusia, que se había educado bajo el régimen de Stalin. Él, que había sido republicano de toda la vida. Siempre de izquierdas. Rojo. Propuso pintar la fachada, precisamente de ese color, de rojo. A lo cual se opusieron, con todas sus fuerzas, los otros tres. No querían, por nada del mundo, que su casa fuera vista como símbolo del comunismo. Y menos ahora, que el comunismo había muerto de inanición.

El que se había quedado y vivido en Andalucía quería pintarla, naturalmente, de verde y blanco. Como la bandera. Uno que era sevillista, el otro que no quería que su casa aparentara ser vivienda subvencionada y el tercero que era cosmopolita, se opusieron, con todas sus fuerzas a que la fachada fuera blanquiverde.

El cuarto, tras pasar por el Seminario y tras muchos años de sacerdocio, recaló, como Secretario de no sé qué Cardenal, en el Vaticano. Él propuso pintar la fachada de amarillo. Entre el laicismo de uno, el agnosticismo del otro y el ateísmo del tercero, hubo unanimidad en oponerse a ver la fachada pintada de amarillo, como vaticanista.

La fachada quedó sin pintar.

El agua y la nieve, el frío y el hielo, el calor…. fueron trabajando por su cuenta y la fachada fue deteriorándose.

El sentido común fue, entre ellos, el menos común de los sentidos. Cada uno se salió con la suya. Pero entre los cuatro la mataron y ella sola se murió.

"No me importa perder siempre que los demás no ganen" –parecía ser el lema de cada uno.

"O se pinta en mi color o no se pinta".

Todos y cada uno le echaba la culpa a los otros tres.

Nadie se sentía culpable.

La ideología, una vez más, se imponía.

Todos perdieron, pero con la conciencia tranquila.

¡Hay que ver lo que es la vida¡

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y realmente, esa es la idea triunfante: "A mi no me gana nadie, o se hace a mi manera o no se hace". Cuando lo importante es observar que esa oposición nos acarreará un perjuicio mayor a todos: el descalabro.