sábado, 1 de marzo de 2008

EL ANACORETA.

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Mayte Tudea/Málaga

Durante la época medieval, la Málaga andalusí era una ciudad - amurallada, que contaba con varias puertas de acceso. La Puerta del Mar, la Puerta del Río, y la del Postigo, entre otras.

En la del Postigo, se levantaban dos torres con un recinto abovedado, donde se cobijaba un centinela por las noches, cuya misión de vigilancia consistía en prevenir cualquier ataque por sorpresa, de posibles ejércitos invasores. Junto a esa puerta, existían dos fuentes: una interior y otra exterior, que abastecían de agua a la población.

Discurría la muralla desde La Alcazaba, Cortina del Muelle, Acera de la Marina, Atarazanas, Arriola, Carretería y calle Álamos, hasta enlazar de nuevo con los muros de La Alcazaba, acotando la ciudad y convirtiendo

la en un recinto protegido y encerrado en sí mismo. Las calles, estrechas y recoletas, estaban diseñadas para proteger a los ciudadanos del intenso -

calor, que durante el largo estío alcanzaba temperaturas que superaban los cuarenta grados.

Convivían tres culturas: la árabe, la judía y la cristiana, en un - ambiente de tolerancia y armonía. La buena gente laboraba para lograr su sustento y ejercía su profesión de manera concienzuda y pausada. La vida

tenía un ritmo demorado y lento, sin sobresaltos, y el lugareño sólo se -

preocupaba del afán de cada día, sin hacer cábalas sobre el que pudiera sobrevenir al día siguiente.

Extramuros de la ciudad, en su parte Oeste, se levantaba un montícul

cuyas laderas aparecían cubiertas de tupidas jaras y olorosas retamas, salvo en la cima, donde la caprichosa unión de varios peñascos, habiale dado a la gente en llamar "el monte coronado".

En aquel cerro pelado, existía una angosta cueva creada por el - capricho de la naturaleza. En ella habitaba un hombre singular, un anacoreta retirado del mundo y sus servidumbres, un sufí místico, que los habitantes de la ciudad visitaban a diario. Recibían de él sabios consejos, y al oírlos, se sentían reconfortados e invadidos por la serenidad que el - santón transmitía.

-"La estancia del hombre en la tierra es breve, pero deja huella. Pro-curad que vuestra estela sea clara y luminosa, de ese modo la distinguiréis desde el cielo".

-"No os afanéis únicamente por las cosas materiales, pues son efímeras. Cultivad vuestro espíritu, él perdurará".

-"Comportaros con vuestro prójimo como desearías que él lo hiciera con vosotros. Y no juzguéis, sino queréis que os juzguen".

La voz del eremita tenía un timbre grave y dulce a la vez, y sus palabras tal acento de sinceridad y tal contenido de sabiduría, que cuantos le escuchaban se sentían calmados e impelidos a ser mejores con ellos mismos y con los demás.

El sufí se alimentaba exclusivamente de las viandas que le procuraban los buenos vecinos, que las habían convertido en la moneda con la que correspondían a sus buenos oficios. Vivía sólo, con la única compañía de un perro de carácter apacible y bonachón, que permanecía junto a él todos los momentos del día.

Por aquel entonces, se produjo en la ciudad una epidemia de cólera que causó entre los habitantes efectos devastadores. El emir, decretó se cerraran todas las puertas y sometió a la población a una cuarentena estricta, para evitar que la enfermedad se propagara. La fuente exterior fue cegada y el agua que provenía de la interior, había de ser hervida previamente a su consumo.

Transcurrió un largo período de tiempo, hasta que las autoridades dieron por concluida la epidemia y el riesgo de contagio. Volvieron a abrirse los grandes portones y un gran número de personas se dirigieron de inmediato al Monte Coronado. Temían no encontrar vivo al anacoreta, ya que su único sustento se lo proporcionaban las buenas gentes que le visitaban a diario y eso, no había sido posible durante casi dos meses.

El largo desfile de los lugareños, semejaba a un ejército de soldados vencidos, casi fantasmal. En sus rostros y en su aspecto, se reflejaba la dureza de la época que les había tocado vivir, la tristeza por los seres perdidos, y la inquietud que sentían por la suerte que habría corrido la persona a la que admiraban y que consideraban su profeta.

No pudieron contener su júbilo, cuando al llegar a la cima lo encontraron como siempre, sentado a la entrada de la cueva, con el perro a sus pies, y con aspecto saludable y lozano.

Preguntaron cuál había sido la fuente de su supervivencia y él contestó sereno mirando al animal. "Mi fiel y buen compañero".

El perro todas las mañanas, se introducía entre las retamas y las jaras y traía entre sus dientes pequeños conejos, que el sufí asaba y servían de alimento para ambos. Las moreras habían completado su dieta. Pero su mayor asombro les produjo el contemplar, cómo en aquel cerro reseco y pedregoso, había brotado un pequeño manantial de agua límpida y cristalina, que con anterioridad a la epidemia, no existía.

"El hombre se fortalece en la adversidad, tenedlo presente".

La ciudad recuperó su pulso y el sufí y sus enseñanzas acompañaron durante muchos años a sus habitantes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

3672cv Lo de la convivencia entre las tres culturas es un mito que hay que revisar. La cultura dominante toleraba a las otras siempre que pagasen por adelantado y no removiese los cimientos de la dominante.
Tomás Morales