LAS PÉRDIDAS
Mayte Tudea Busto
Hace unos pocos días ha fallecido la madre de nuestro buen amigo Ángel Pulla.
En cuanto conocí la noticia, hablé con él personalmente para transmitirle mi pésame y mi afecto en esta dolorosa circunstancia, por la que muchos de nosotros hemos pasado ya.
Al leer en el correo las condolencias de todos los compañeros del grupo de investigación, y la breve respuesta de agradecimiento de nuestro amigo Ángel, me llamó la atención su comentario final: "aunque yo sabía que esto era algo que tenía que ocurrir, no imaginaba el dolor que iba a producirme".
Inmediatamente pensé en mi madre. Y recordé el sentimiento de desamparo y de desconsuelo que sentí el día en que murió.
Unas pocas horas antes, muy próxima a cumplir noventa y dos años y con una enfermedad irreversible que se había manifestado hacía apenas dos meses, me preguntaba desde su cama del hospital con una sonrisa esperanzada: "Nena, ¿tu crees que saldré de ésta?"
Su vitalidad, su optimismo crónico, su deseo de vivir, le empujaban a creer que aún era posible continuar aquí, porque la vida le gustaba y estaba dispuesta a luchar por ella. Mi madre se despidió de este mundo en plena lucidez, y fue ella misma, prácticamente, hasta sus últimos momentos.
Han pasado ocho años desde entonces y cuando se produce un acontecimiento familiar, aunque no sea demasiado importante, aún pienso: "voy a llamar a mamá para contárselo". Es una especie de acto reflejo, y me asombra que se produzca todavía, a pesar del tiempo que ha transcurrido.
La madre de Ángel, -según él me ha referido en alguna ocasión- fue una mujer luchadora, y aunque entregada por completo a sus hijos, su carácter castellano, sobrio y recto, no le permitía manifestar sus sentimientos hacia ellos de forma demasiado explícita. Le gustaba leer, y a su hijo le sorprendía, que, casi centenaria, continuara haciéndolo y además comprendiendo perfectamente el significado de lo que leía.
Pero él me comentaba que la persona que ha fallecido hace unos días, ya no era su madre, sino una sombra de la que fue. Ya no reconocía a sus hijos, ni a sus seres queridos y su apariencia física se fue desdibujando, hasta llegar casi a la consunción.
Y me pregunto: cuándo ha muerto realmente, ¿en el momento en que su corazón dejó de latir o aquél en que perdió la conciencia de su propio ser y se olvidó de sí misma y de los que quería? Todo este tiempo vacío en que sus hijos han sufrido viéndola apagarse, ¿podía haberse evitado?
Tras el dolor de la pérdida, uno desea recordar a la persona querida tal y como era antes de marcharse. Y no resulta fácil si el proceso de la enfermedad y del deterioro físico se prolonga en el tiempo.
Por eso entiendo, que resulta necesario no alargar inútilmente la vida de un ser humano, cuando ya sólo es un simulacro de vida y ese ser humano está ausente de sí mismo; sin tan siquiera considerar el sufrimiento físico y moral, tanto del enfermo, como de sus familiares.
Matea, desde aquí le deseo que haya encontrado el descanso y la paz.
MAYTE TUDEA.
Abril 2009