JAPÓN.
Tomás Morales Cañedo
Raro es el mes que no recibo de mi Gestoría una carta en la que me comunica que el “día tal” se me cumple y tendré que pagarle el Seguro.
Y yo, como casi todos, tenemos asegurado lo habido y por haber. Seguros del coche y de la vivienda, seguros de enfermedad y de vida, seguros de entierro y de los electrodomésticos (ya saben, eso de, “amplíe la garantía), seguros de viaje (por lo de las maletas o la huelga de controladores)
En las escuelas se impone la seguridad vial y, quien más quien menos, tenemos nuestra seguridad social.
Tenemos aseguradas las tarjetas de crédito, exigimos que en nuestro barrio haya seguridad ciudadana, servicios de seguridad en las playas. Hasta cerraduras de seguridad en nuestras puertas.
En algunos chalets de Madrid el dueño se ha construido, en el sótano, “la habitación del pánico” (por si entran a robar o a secuestrarlos, encerrarse allí y estar fuera del alcance de los cacos o de los secuestradores), seguridad doméstica.
Naturalmente, también exigimos que, si hay centrales nucleares, haya seguridad nuclear.
Estamos, vivimos, tan inseguros, que cultivamos la “cultura de la seguridad” y creemos, alegremente, que mientras podamos pagarla, estamos a salvo de accidentes y de incidentes.
Pero hay seguridades que dependen de nosotros (como todas las anteriormente descritas), pero hay otras que no. Por ejemplo, ante un terremoto, y su correspondiente tsunami, nadie está a salvo, nadie puede estar seguro, porque nunca, nadie, hasta el día de hoy, puede preverlos.
Toda nuestra cultura de la seguridad queda en suspenso ante un fenómeno natural imprevisible, descomunal y descontrolado.
La tecnología japonesa construye edificios con estructuras antisísmicas, que son capaces de bailar y bambolearse al ritmo de los platillos de las placas tectónicas.
Ya tenemos, de nuevo, presente la dialéctica “naturaleza vs cultura”.
Para nuestra seguridad legislamos, a fin de evitar accidentes provocados por el hombre. Pero ¿qué hacer ante un terremoto?
Ya estoy viendo a los ecologistas de guardia (los ecólatras), con la caña preparada (que estaba colgada detrás de la puerta) saliendo en manifestación, con megáfonos incluidos, o viajando en avión para manifestarse ante la cumbre del G no sé cuántos, no siendo que se ponga en peligro al sapo mosquitero o a la cucaracha rubia, y despotricando contra el progreso tecnológico (que ha construido los megáfonos y los aviones).
Que la naturaleza está ahí y que la tenemos bastante controlada, es un hecho. Pero no “totalmente” controlada y, de cuando en cuando, y sin avisar, se presenta y nos hace la puñeta.
La posibilidad del peligro natural siempre está ahí, aunque sean muchas más y mayores las ventajas que sacamos de su conocimiento y dominio.
¿Habrá algo más “natural” que los virus y las bacterias? ¿Dejamos que se desarrollen en nuestro cuerpo, de “manera natural”, o les cerramos la puerta o los expulsamos o matamos con la penicilina cultural?
¿Habrá algo más “natural” que la inflamación del apéndice (la apendicitis)?, ¿Dejamos que se desarrolle de “manera natural”, que estalle, que nos produzca una peritonitis, (todo de manera “muy natural”) o llamamos a la ambulancia y que nos traslade al Clínico para que el cirujano (cultural) nos la extirpe?
Es un hecho que ha ocurrido un terremoto. Un fenómeno “natural”. Ahora llegan las interpretaciones. Desde los que ven en ello una venganza de la naturaleza, o un castigo divino, o las fuerzas del mal desatadas, o un prólogo al fin del mundo (milenarismo), un aviso divino para que nos arrepintamos, la próxima venida del juicio final, el apocalipsis, la rebelión geológica, el karma…
¡Estupideces!
Cuando lo que realmente ha ocurrido es un hecho tan natural como la salida diaria del sol, con la diferencia de que el movimiento de las placas tectónicas es muy lento, no es muy corriente, y puede ser devastador o no. ¿No hay, constantemente, terremotos de tan baja intensidad, que apenas los notamos?
La seguridad total, ni humana, ni natural, es una utopía.
(Cuando el no tan lejano terremoto de Haití dejé escrita una reflexión con el título “La firma de Dios”).
El en otro tiempo universal “culto a Dios”, ha sido trocado, para muchos, en “culto a la naturaleza”, cuando, si lo pensamos fríamente, comenzamos a humanizarnos cuando, una vez que estuvimos adaptados a la naturaleza, no impusimos sobre ella, la conocimos, la dominamos y comenzamos a que ella se adaptara a nosotros, para no tener que depender de ella.
¿La tenemos “totalmente” controlada? Evidentemente no. Ahí tenemos el terremoto y el consecuente tsunami.
¿Culpables? Nadie. La culpabilidad sólo pertenece a la conciencia de los hombres, no a las fuerzas de la naturaleza.
¿Es, la cultura, culpable del terremoto japonés? Por supuesto que no.
Gracias a la cultura volamos, sin ser aves, y buceamos sin ser peces. Gracias a la cultura vemos lo que ocurre lejos y podemos ayudar a remediar necesidades.
Por la cultura el pueblo japonés, con ayuda de todos los demás, volverá a levantarse y a ser, otra vez, pionera.
Ya oigo a muchos ecologistas antinucleares, ignorantes, gritando sobre “otro Chernóbil”, mezclando elefantes con conejos, porque tienen el mismo color.
Olvidándose (o no sabiendo, lo que sería peor) que lo de Chernóbil fue la consecuencia de unos funcionarios corruptos, de un régimen para olvidar, mientras que lo de Fukushima ha sido la consecuencia de una fuerza de la naturaleza, de potencia excepcional.
Japón tiene 54 reactores nucleares. Solamente 2 han sufrido daños. Tienen más de 40 años. Estaban diseñados para soportar temblores de hasta 7,5 grados en la escala de Richter. El terremoto ha tenido 8,8 ó 8,9 grados.
¿Se imaginan que un terremoto de esa intensidad hubiera ocurrido en cualquier otro país?
Pero….
Tomás Morales Cañedo
Raro es el mes que no recibo de mi Gestoría una carta en la que me comunica que el “día tal” se me cumple y tendré que pagarle el Seguro.
Y yo, como casi todos, tenemos asegurado lo habido y por haber. Seguros del coche y de la vivienda, seguros de enfermedad y de vida, seguros de entierro y de los electrodomésticos (ya saben, eso de, “amplíe la garantía), seguros de viaje (por lo de las maletas o la huelga de controladores)
En las escuelas se impone la seguridad vial y, quien más quien menos, tenemos nuestra seguridad social.
Tenemos aseguradas las tarjetas de crédito, exigimos que en nuestro barrio haya seguridad ciudadana, servicios de seguridad en las playas. Hasta cerraduras de seguridad en nuestras puertas.
En algunos chalets de Madrid el dueño se ha construido, en el sótano, “la habitación del pánico” (por si entran a robar o a secuestrarlos, encerrarse allí y estar fuera del alcance de los cacos o de los secuestradores), seguridad doméstica.
Naturalmente, también exigimos que, si hay centrales nucleares, haya seguridad nuclear.
Estamos, vivimos, tan inseguros, que cultivamos la “cultura de la seguridad” y creemos, alegremente, que mientras podamos pagarla, estamos a salvo de accidentes y de incidentes.
Pero hay seguridades que dependen de nosotros (como todas las anteriormente descritas), pero hay otras que no. Por ejemplo, ante un terremoto, y su correspondiente tsunami, nadie está a salvo, nadie puede estar seguro, porque nunca, nadie, hasta el día de hoy, puede preverlos.
Toda nuestra cultura de la seguridad queda en suspenso ante un fenómeno natural imprevisible, descomunal y descontrolado.
La tecnología japonesa construye edificios con estructuras antisísmicas, que son capaces de bailar y bambolearse al ritmo de los platillos de las placas tectónicas.
Ya tenemos, de nuevo, presente la dialéctica “naturaleza vs cultura”.
Para nuestra seguridad legislamos, a fin de evitar accidentes provocados por el hombre. Pero ¿qué hacer ante un terremoto?
Ya estoy viendo a los ecologistas de guardia (los ecólatras), con la caña preparada (que estaba colgada detrás de la puerta) saliendo en manifestación, con megáfonos incluidos, o viajando en avión para manifestarse ante la cumbre del G no sé cuántos, no siendo que se ponga en peligro al sapo mosquitero o a la cucaracha rubia, y despotricando contra el progreso tecnológico (que ha construido los megáfonos y los aviones).
Que la naturaleza está ahí y que la tenemos bastante controlada, es un hecho. Pero no “totalmente” controlada y, de cuando en cuando, y sin avisar, se presenta y nos hace la puñeta.
La posibilidad del peligro natural siempre está ahí, aunque sean muchas más y mayores las ventajas que sacamos de su conocimiento y dominio.
¿Habrá algo más “natural” que los virus y las bacterias? ¿Dejamos que se desarrollen en nuestro cuerpo, de “manera natural”, o les cerramos la puerta o los expulsamos o matamos con la penicilina cultural?
¿Habrá algo más “natural” que la inflamación del apéndice (la apendicitis)?, ¿Dejamos que se desarrolle de “manera natural”, que estalle, que nos produzca una peritonitis, (todo de manera “muy natural”) o llamamos a la ambulancia y que nos traslade al Clínico para que el cirujano (cultural) nos la extirpe?
Es un hecho que ha ocurrido un terremoto. Un fenómeno “natural”. Ahora llegan las interpretaciones. Desde los que ven en ello una venganza de la naturaleza, o un castigo divino, o las fuerzas del mal desatadas, o un prólogo al fin del mundo (milenarismo), un aviso divino para que nos arrepintamos, la próxima venida del juicio final, el apocalipsis, la rebelión geológica, el karma…
¡Estupideces!
Cuando lo que realmente ha ocurrido es un hecho tan natural como la salida diaria del sol, con la diferencia de que el movimiento de las placas tectónicas es muy lento, no es muy corriente, y puede ser devastador o no. ¿No hay, constantemente, terremotos de tan baja intensidad, que apenas los notamos?
La seguridad total, ni humana, ni natural, es una utopía.
(Cuando el no tan lejano terremoto de Haití dejé escrita una reflexión con el título “La firma de Dios”).
El en otro tiempo universal “culto a Dios”, ha sido trocado, para muchos, en “culto a la naturaleza”, cuando, si lo pensamos fríamente, comenzamos a humanizarnos cuando, una vez que estuvimos adaptados a la naturaleza, no impusimos sobre ella, la conocimos, la dominamos y comenzamos a que ella se adaptara a nosotros, para no tener que depender de ella.
¿La tenemos “totalmente” controlada? Evidentemente no. Ahí tenemos el terremoto y el consecuente tsunami.
¿Culpables? Nadie. La culpabilidad sólo pertenece a la conciencia de los hombres, no a las fuerzas de la naturaleza.
¿Es, la cultura, culpable del terremoto japonés? Por supuesto que no.
Gracias a la cultura volamos, sin ser aves, y buceamos sin ser peces. Gracias a la cultura vemos lo que ocurre lejos y podemos ayudar a remediar necesidades.
Por la cultura el pueblo japonés, con ayuda de todos los demás, volverá a levantarse y a ser, otra vez, pionera.
Ya oigo a muchos ecologistas antinucleares, ignorantes, gritando sobre “otro Chernóbil”, mezclando elefantes con conejos, porque tienen el mismo color.
Olvidándose (o no sabiendo, lo que sería peor) que lo de Chernóbil fue la consecuencia de unos funcionarios corruptos, de un régimen para olvidar, mientras que lo de Fukushima ha sido la consecuencia de una fuerza de la naturaleza, de potencia excepcional.
Japón tiene 54 reactores nucleares. Solamente 2 han sufrido daños. Tienen más de 40 años. Estaban diseñados para soportar temblores de hasta 7,5 grados en la escala de Richter. El terremoto ha tenido 8,8 ó 8,9 grados.
¿Se imaginan que un terremoto de esa intensidad hubiera ocurrido en cualquier otro país?
Pero….
1 comentario:
Tomás, la que has liado con tu Japón y sus addendas.
Menos mal que aquí solo voy a publicar este artículo. Ya tenemos suficiente con el Tendido 7
Creo que ya has dicho "finitto"
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