EL LARGO Y CÁLIDO VERANO
Mayte Tudea.
11-Agosto-2010
Es verano. ¿Te habías dado cuenta, Ángel, amigo? Y ni siquiera tenemos a Paul Newman para que nos lo suavice un poco. Se nos fue. Se marchó llevándose aquella mirada de porcelana azul, transparente e intensa. ¿Cómo pueden cuadrar estos dos adjetivos? Pues así era, o así yo lo recuerdo.
No sé por qué los cálidos veranos del pasado resultaban mucho más soportables que los de ahora. Ni por qué anhelábamos su llegada y temíamos su marcha. En fin, hoy, a las diez de la noche, en la calle Larios marcaba el termómetro treinta y cuatro grados. Estoy del verano hasta...
Y además, en estas latitudes, ni siquiera una buena tormenta aunque sea de granizo, que alivie el termómetro y refresque este calorín. Y como el cielo se nuble... ¡Ay Señor, como se nuble! El aire se hace sólido y toda Málaga, mi Málaga querida, se convierte en una enorme sauna finlandesa, y por entre los poros de nuestro cuerpo se diluye hasta la materia gris.
Me decía un amigo esta tarde: "No te quejes, que apenas si hemos tenido terral". No, si lleva razón, y además, la playa a cinco minutos de mi casa.
¿Qué es lo que quiero entonces?
Hablo con mi hermano y me comenta: "Aquí un tiempo estupendo. Veinte grados y un sirimiri caladero que ni te cuento". ¿Será posible? ¿Vivimos en el mismo país?
Hace unos días, a las cuatro y media de la tarde –no explicaré la razón porque resulta incomprensible incluso para mí- me encontraba en plena calle y pude comprender en toda su "magnitud" el significado de la palabra "canícula". Cuando regresé a mi casa y al bendito aire acondicionado, surgieron los versos que incluyo a continuación. Versos libres, por supuesto; cualquiera intentaba rimar con aquel calor.
Y siguiendo con las referencias cinematográficas del principio, "a Dios pongo por testigo, que el próximo verano me empapo de "sirimiri" hasta los huesos y me compro varias rebecas, de distintos colores, para ponérmelas en cuanto refresque, al atardecer". Y esto lo digo con el puño en alto y mirando al cielo, como Scarlatta.
TARDE DE VERANO
Quieta está la tarde, paralizada,
detenida en el último sopor
de un verano que todo lo envuelve,
y cubre las aceras, reblandece
el asfalto, ciega los semáforos.
Y en el aire suspendido e inmóvil,
brillan los reflejos de un sol inclemente,
dominador, que impone su fuerza,
y avanza, y no encuentra enemigos,
y convierte las calles en desiertos.
Tan sólo la sombra de los árboles
escuetos -frágiles islas verdes
desvaídas, acosadas, solas
frente al poder del fiero mercurio-
se resiste, y no quiere claudicar.
En la incierta niebla que el calor
provoca, en esa calima evanescente
que diluye los contornos, los difumina,
y dibuja inútiles arabescos,
pareciera anularse la conciencia.
Leve la brisa ondea los visillos,
y de pronto, un intenso olor a jazmín
lo invade todo: vibra la penumbra,
la habitación entera se estremece,
y se instala implacable la nostalgia.
En el recuerdo, las frescas sábanas
que atenuaban el eco de la risas,
la presión de los brazos envolventes,
la ternura adueñándose del aire,
y los suspiros pugnando por gritar.
Cual Penélope ausente e incorpórea,
otra vez el tapiz de aquellas tardes
lentas, del largo y cálido verano,
va tejiendo con los hilos sutiles
e inaprensibles de la evocación.
Más un ardor helado le traspasa,
y palpita en sus sienes insistente
el latir de la pérdida, tan vívida,
arrastrando un olor a flores muertas.
El dolor enterrado, resucita.
Gime la persiana, tiemblan los cristales,
la violenta luz se esparce y lo cubre
todo. Y ante la insufrible claridad,
la estancia se torna nítida, concreta,
y huyen despavoridos los fantasmas.
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