sábado, 14 de agosto de 2010

EL LARGO Y CÁLIDO VERANO

Mayte Tudea.

11-Agosto-2010

 

Es verano. ¿Te habías dado cuenta, Ángel, amigo? Y ni siquiera tenemos a Paul Newman para que nos lo suavice un poco.  Se nos fue. Se marchó llevándose aquella mirada de porcelana azul, transparente e intensa. ¿Cómo pueden cuadrar estos dos adjetivos? Pues así era, o así yo lo recuerdo.

 

No sé por qué los cálidos veranos del pasado resultaban mucho más soportables que los de ahora. Ni por qué anhelábamos su llegada y  temíamos su marcha. En fin, hoy, a las diez de la noche, en la calle Larios marcaba el termómetro treinta y cuatro grados. Estoy del verano hasta...

 

Y además, en estas latitudes, ni siquiera una buena tormenta aunque sea de granizo, que alivie el termómetro y refresque este calorín. Y como el cielo se nuble... ¡Ay Señor, como se nuble! El aire se hace sólido y toda Málaga, mi Málaga querida, se convierte en una enorme sauna finlandesa, y por entre los poros de nuestro cuerpo se diluye hasta la materia gris.

 

Me decía un amigo esta tarde: "No te quejes, que apenas si hemos tenido terral". No, si lleva razón, y además, la playa a cinco minutos de mi casa.

¿Qué es lo que quiero entonces?

 

Hablo con mi hermano y me comenta: "Aquí un tiempo estupendo. Veinte grados y un sirimiri caladero que ni te cuento". ¿Será posible? ¿Vivimos en el mismo país?

 

Hace unos días, a las cuatro y media de la tarde –no explicaré la razón porque resulta incomprensible incluso para mí-  me encontraba en plena calle y pude comprender en toda su "magnitud" el significado de la palabra "canícula". Cuando regresé a mi casa y al bendito aire acondicionado,  surgieron los versos que incluyo a continuación. Versos libres, por supuesto; cualquiera intentaba rimar con aquel calor.

 

Y siguiendo con las referencias cinematográficas del principio, "a Dios pongo por testigo, que el próximo verano me empapo de "sirimiri" hasta los huesos y me compro varias rebecas, de distintos colores, para ponérmelas en cuanto refresque, al atardecer". Y esto lo digo con el puño en alto y mirando al cielo, como Scarlatta.

 

 

 

TARDE DE VERANO

 

Quieta está la tarde, paralizada,

detenida en el último sopor

de un verano que todo lo envuelve,

y cubre las aceras, reblandece

el asfalto, ciega los semáforos.

 

Y en el aire suspendido e inmóvil,

brillan los reflejos de un sol inclemente,

dominador, que  impone su fuerza,

y avanza, y no encuentra enemigos,

y convierte las calles en desiertos.

 

Tan sólo la sombra de los árboles

escuetos -frágiles islas verdes

desvaídas, acosadas, solas

frente al poder del fiero mercurio-

se resiste, y no quiere claudicar.

 

En la incierta niebla que el calor

provoca, en esa calima evanescente

que diluye los contornos, los difumina,

y dibuja inútiles arabescos,

pareciera anularse la conciencia.

 

Leve la brisa ondea los visillos,

y de pronto, un intenso olor a jazmín

lo invade todo: vibra la penumbra,

la habitación entera se estremece,

y se instala implacable la nostalgia.

 

En el recuerdo, las frescas sábanas

que atenuaban el eco de la risas,

la presión de los brazos envolventes,

la ternura adueñándose del aire,

y los suspiros pugnando por gritar.

 

 

Cual Penélope ausente e incorpórea,

otra vez el tapiz de aquellas tardes

lentas, del largo y cálido verano,

va tejiendo con los hilos sutiles

e inaprensibles de la evocación.

 

Más un ardor helado le traspasa,

y palpita en sus sienes insistente

el latir de la pérdida, tan vívida,

arrastrando un olor a flores muertas.

El dolor enterrado, resucita.

 

Gime la persiana, tiemblan los cristales,

la violenta luz se esparce y lo cubre

todo. Y ante la insufrible claridad,

la estancia se torna nítida, concreta,

y huyen despavoridos los fantasmas.

 

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