sábado, 20 de marzo de 2010

LA HORA DE LA VERDAD

            Mayte Tudea Busto                                             

                                                                      

Algunas personas, para su desgracia, son conscientes demasiado pronto de que les ha llegado "la hora de la verdad". Esa hora en la que nos damos cuenta de que nuestro cuerpo, o su funcionamiento, ha dejado de ser un reloj de precisión y comienza a atrasarse o adelantarse, y en ciertos casos, incluso a pararse.

 

Enfermedades prematuras, infartos inesperados, y toda la variedad de dolencias que nuestro organismo es capaz de originar, se presentan a contrapié, inesperadamente, y aún superadas, dejan su huella y obligan al que las ha padecido a actuar con la cautela debida, y en muchas ocasiones les exige un tratamiento farmacológico de por vida.

 

Esta suele ser la excepción. Habitualmente, los "achaques" se  presentan a partir de los sesenta y se van asumiendo con una cierta naturalidad. "Ya no puedo caminar tan deprisa", "mi memoria está fallando", "me canso enseguida", latiguillos que se emplean con frecuencia y que son el exponente claro de un hecho irreversible: el de envejecer.

 

Y en otros casos –quizá los menos frecuentes-, el cuerpo nos engaña durante un tiempo haciéndonos creer que los años resbalan por nosotros, y que pasamos por ellos como "a través de un cristal, sin romperlo ni mancharlo".

 

Existen evidencias exteriores, no cabe duda; algunas arrugas, algunas canas, cierta pérdida de firmeza, pero nos encontramos tan bien por dentro, la vitalidad nos desborda y el cansancio es un compañero que apenas se hace sentir al acostarnos, que llegamos a considerarnos casi inmunes y desde luego distintos a la mayoría de los que nos rodean.

 

Y aún más si nuestro médico nos asegura con una sonrisa: "usted tiene una edad biológica y otra cronológica". ¡Dulce engaño!

 

De pronto, cualquier hecho fortuito, un accidente, una simple gripe, nos coloca en el lugar que nos corresponde, tomamos conciencia de la realidad y la fecha de nuestro carnet de identidad se hace evidente, por fin, para nosotros.

 

Yo tuve una abuela muy singular –digna de admiración-, a la que recuerdo y nombro todos los días de mi vida (mis hijos y mis nietos pueden confirmarlo). Muy cercana a los noventa años, atravesaba la ciudad para visitarnos y recorría andando una distancia aproximada de diez kilómetros, ignorando los consejos de sus hijos de que tomara el autobús o el tranvía para hacerlo. Esos "artefactos", como ella los llamaba, le resultaban sospechosos, y se negaba a utilizarlos por una "cuestión de principios". Pues bien, tras su larga caminata, cuando llegaba a nuestra casa y se sentaba, le decía a mi madre con toda seriedad:

"hija, no se lo que me pasa últimamente, pero me canso". ¡Con casi noventa años y diez kilómetros recorridos!

 

Y puedo asegurarles que murió unos años después, de improviso, dulcemente, sin haber padecido ninguna enfermedad, con una lucidez asombrosa y siendo completamente autónoma hasta sus últimos momentos. Y sospecho que nunca creyó que le había llegado la hora de la verdad.

2 comentarios:

Angel dijo...

Imagino que no estarás tratando de enviar ningún tipo de sutil advertencia "al aire, por si el aire puede oirme" ¿no?

De cualquier forma, siempre tendemos a pensar que los achaques todavía no van con nosotros, pero...

Tomás Morales dijo...

Nunca una mancha inutilizó una sábana. Nunca un roto arrinconó un pantalón. Nunca un achaque anuló a una persona.
Lo importante es la sábana, el pantalón, la persona, no la mancha, ni el roto, ni el achaque. Me tapo con la sábana manchada, me visto con el pantalón roto, vivo con mi achaque a cuestas.
Soy yo el que hace todo eso. Lo fundamental es el "yo", no la circunstancia.

¡Por favor, no desenfoquemos la vida¡