LA SOMBRA DE MISTER SCROOGE
Mayte Tudea.
Diciembre 2009
A nuestro bloguero mayor, Ángel Pulla, le gusta rescatar personajes de su pasado y relatarnos sus historias, dándonos de este modo a conocer seres y hechos de interés, o simplemente anecdóticos.
Tiene en su haber una lista -larga ya- en la que destaca don Vicente, aquel profesor de literatura que le dejó una gran huella y al que continúa admirando. El que le aconsejaba: "no te metas en Honduras, porque terminas matando al Presidente". Imagino que le animaba a expresarse de un modo claro, para así evitarle posteriores complicaciones.
A mí, en más de una ocasión, me hubieran venido muy bien éstas reflexiones. Tengo media docena de escritos iniciados –-algunos incluso mediados-, que honestamente no sé como terminar. Los comencé afrontando temas muy profundos, con títulos algo pretenciosos, y me he metido tanto en Honduras, que llevo varios Presidentes asesinados sobre mis espaldas. Bueno, cualquier día los concluyo, o los envío a la papelera, ya se verá.
Todas estas divagaciones vienen a cuento, porque pretendo relatar un episodio de mi niñez y describir a su protagonista, y quiero hacerlo de la manera más concisa y simple de la que soy capaz, lo que no es tan fácil como parece.
Viendo con mis nietos en el cine hace unos días el trailer de la película "Cuento de Navidad" –ya saben, el de Dickens-, al contemplar el rostro de Mr. Scrooge, inmediatamente surgió en mi memoria otro con un considerable parecido: el de un vecino nuestro de la casa en la que viví de niña junto a mi familia.
Se llamaba Laurencio. Era hosco, retraído, de ceño fruncido y expresión avinagrada, siempre, invariablemente la misma expresión. Jamás le había visto sonreír y las veces que escuché su voz, sólo fue para regañarnos, o intimidarnos. Olvidaba decir que odiaba a los niños y cualquier cosa que hiciéramos –fueran travesuras o no-, provocaban en él una larga retahíla de amenazas, que como una salmodia repetía mientras atravesaba el portal y subía las escaleras hasta llegar a su piso. En más de una ocasión nos "obsequió" con un tirón de orejas o un pescozón: por supuesto, siempre que nos sorprendía deslizándonos por la barandilla. Es comprensible que le temiéramos y huyéramos de él como de la peste.
Las quejas ante nuestros padres eran continuas. Pero afortunadamente, conocedores de su mal talante, las reconvenciones que éstos nos hacían eran leves y no demasiado frecuentes.
Tenía fama de avaro. Hasta el punto de organizar un auténtico escándalo cuando le cogíamos dos o tres algarrobas -con las que alimentaba a sus caballos-, de un saco lleno de ellas. A los niños nos gustaba aquel sabor dulzón y metíamos la mano en el saco siempre que podíamos. Si nos sorprendía, teníamos aseguradas la "colleja" y la protesta.
Un día escuché a mi abuela una expresión que yo desconocía. "Laurencio tiene un cáncer", le decía a mi madre. Ignorante por completo de lo que significaba, descubrí al cabo de varias semanas de ausencia, que nuestro vecino había regresado con el cuello cubierto de un grueso vendaje del que asomaba un extraño tubo que le llegaba a la boca, y a través del cual emitía unos roncos sonidos metalizados que querían convertirse en palabras.
Cuando lo tuve frente a mí sentí un extraño terror. Y no supe si lo que lo provocaba era aquel gutural modo de pronunciar mi nombre, o la sonrisa que por primera vez asomaba en sus labios. Salí disparada escaleras arriba con el corazón golpeándome alocadamente y no respiré tranquila hasta cerrar la puerta de mi casa.
A partir de aquel momento, los bolsillos de Laurencio siempre estuvieron repletos de caramelos y golosinas que intentaba repartir con generosidad, y de su boca no se borró la sonrisa que había estrenado e incorporado a su rostro de forma permanente.
Sin embargo, los niños continuábamos huyéndole. Y cuando murió, al cabo de unos meses, no había nada que me produjera mayor temor que acceder hasta el rellano mal iluminado de su puerta -que había de atravesar necesariamente para llegar a la mía- y en el que me parecía ver su oscura sombra reflejada en la pared.
Mi abuela –que de cada tres frases pronunciadas, dos eran refranes- solía decir: "después del burro muerto, la cebada por el rabo".
Y es que resulta muy difícil cambiar la trayectoria de un vehículo pocos metros antes de llegar a la meta.
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